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Sobre lo divino y lo humano.

- ¿Eres creyente?
Entramos en la iglesia sin saber que estábamos haciendo exactamente, con la necesidad de encontrar un lugar caliente donde alojarnos. En la calle aún nevaba, como si se tratase de una ciudad europea. La plaza de Carlos V dentellaba; los adoquines parecían una gran pista congelada y los viandantes danzaban al son de un mal vals de Stravinsky. Era de noche, pero las luces comprendían la intimidad de los amantes cuando el viento hiela.
Yo amo el arte, no lo niego, hasta amo las obras artísticas religiosas, por muchas espadas que se claven. Claramente prefiero los desnudos de las ninfas que los cuerpos maltratados de los Cristos, pero aquel día tenía ganas de examinar una de las pocas iglesias que se me escapaban.
La invité a pasar. Empujé la puerta de madera (cuántos siglos de rostros anónimos). El templo tenía tres naves y un gran altar mayor hecho de madera. Daniela miraba asombrada cada columna que sostenían las gruesas bóvedas. En ese momento me hubiera gustado besarla.
- No creo en absoluto.
Sus ojos se enternecieron, como sorprendida por la respuesta. ¿Qué esperara que dijera? Hoy en día es tan difícil creer… pero si ella me pedía que creyera lo hubiera hecho, aunque sólo fuera por verla desnuda.
- Si no crees es porque no has sufrido lo suficiente.
Entendí en aquel momento que el sufrimiento siempre ha estado ligado a los pensamientos más primarios, detrás de cada cruz de madera, en cada clavo, debajo de cada sotana. Si el quitarle el jersey se iba convertir en un autentico calvario debía examinar la situación con detenimiento. Me lo había dicho bastante claro: si quieres tenerme, súfreme.
Pensé en todos aquellos mártires que habían dado su vida por el dolor y la agonía. Sabían que su vida iba a ser despreciable y aún así decidieron morir, quién sabe si por pura imitación de Jesús. Vi los brazos de Daniela, tan pálidos que se adivinaban las venas azules en su interior, su pelo, largo, que caía por los hombros, con una cinta rodeándole la frente, su pecho apretado contra la camiseta, y una falda que le subía por encima de las rodillas.
- Creo que no es necesario sufrir para amarte.
Había roto el equilibrio que sostenía todo el espacio interior de la iglesia. Las luces se entornaron y los cirios de los altares se apagaron de repente, como si un aíre súbito los hubiera calmado. Escuché unos susurros. Las caras de madera me hablaban. Daniela me había condenado al infierno. Al infierno para siempre. Uno de esos infiernos calientes y fríos, donde no hay caminos de retorno.
Pensé para mis adentros: espero que cuando subas al cielo lleves puesta la misma falda que hoy, para poder recordarte desde abajo.
En la calle había parado de nevar.

Pepe Pérez-Muelas Alcázar