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La Ciudad; C. P. Cavafis

LA CIUDAD

Dijiste: "Iré a otra ciudad, iré a otro mar.
Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta.
Todo esfuerzo mío es una condena escrita;
y está mi corazón - como un cadáver - sepultado.
Mi espíritu hasta cuándo permanecerá en este marasmo.
Donde mis ojos vuelva, donde quiera que mire
oscuras ruinas de mi vida veo aquí,
donde tantos años pasé y destruí y perdí".
Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Vagarás
por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo
y en estas mismas casas encanecerás.
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar -no esperes-
no hay barco para ti, no hay camino.
Así como tu vida la arruinaste aquí
en este rincón pequeño, en toda tierra la destruiste.

Anillo de humo; Silvina Ocampo

ANILLO DE HUMO

Recuerdo el primer día que viste a Gabriel Bruno. El caminaba por la calle vestido con su traje azul, de mecánico; simultáneamente, pasó un perro negro que al cruzar la calle, fue atropellado por un automóvil. El perro, aullando porque estaba herido, corrió junto al paredón de la vieja quinta, para guarecerse. Gabriel lo ultimó a pedradas. Desdeñaste el dolor del perro para admirar la belleza de Gabriel.

¬¡Degenerado! ¬exclamaron las personas que te acompañaban.

Amaste su perfil y su pobreza.

Una tarde de Navidad, en la quinta de tu abuela, repartieron en las caballerizas (donde ya no había caballos sino automóviles), ropa y juguetes para los niños del barrio. Gabriel Bruno y una intempestiva lluvia aparecieron. Alguien dijo:

¬Ese chico tiene quince años; no tiene edad para venir a esta fiesta. Es un sinvergüenza y, además, un ladrón. El padre por cinco centavos mató al panadero. Y él mató un perro herido, a pedradas.

Gabriel tuvo que irse. Lo miraste hasta que desapareció bajo la lluvia.

Gabriel, hijo del guardabarreras que mató no sé por cuántos centavos al panadero, para ir de su casa al almacén pasaba todos los días, con la esperanza tal vez de verte, por un callejón que separaba las dos quintas: la quinta de tu tía y la quinta de tu abuela materna, donde vivías.

Sabías a qué hora Gabriel pasaba, galopando en su caballo oscuro, para ir al almacén o al mercado, y lo esperabas con el vestido que más te gustaba y con el pelo atado con la más bonita de las cintas. Te reclinabas sobre el alambrado en posturas románticas y lo llamabas con tus ojos. Bajaba del caballo, saltaba el zanjón para acercarse a Eulalia y a Magdalena, tus amigas, que no lo miraban. ¿Qué prestigio podía tener para ellas su pobreza? El traje de mecánico de Gabriel las obligaba a pensar en otros varones mejor vestidos.

Hablabas a Eulalia y a Magdalena de Gabriel Bruno el día entero, en vano. Ellas no conocían los misterios del amor.

Todos los días, a la hora de la siesta, corriste sola al callejón. De lejos brillaba la cinta de tu pelo como un barco de vela en miniatura o como una mariposa: la veías reflejada en la sombra. Eras la mera prolongación de tu sentimiento: el cirio que sostiene la llama. A veces, en el camino, se desataba el moño; entonces, colocando la cinta entre tus dientes, te recogías el pelo y volvías a atarlo, arrodillada en el suelo.

Como tenía que haber un pretexto para que pudieras hablar con Gabriel inventaste el pretexto de los cigarrillos: llevabas plata en tu bolsillo, se la dabas a Gabriel para que fuera al almacén a comprarlos. Después fumaban, mirándose en los ojos. Gabriel sabía hacer anillos con el humo y te los soplaba en la cara. Reías. Pero estas escenas, tan parecidas a las escenas de amor, iban penetrando en tu corazón apasionado. Una vez unieron los cigarrillos para encenderlos. Otra vez encendiste un cigarrillo y se lo diste.

Era en el mes de enero. Jubilosas las chicharras cantaban con ruido de matraca. Cuando volviste a la casa, oíste que tu padre hablaba con tu madre. Era de ti que hablaban.

¬Estaba en el callejón, con ese atorrante. Con el hijo del guardabarreras. ¿Te das cuenta? Con el hijo del que mató al panadero por cinco centavos. Hay que ponerla en penitencia.

¬Son cosas de chica, no hay que hacer caso.

Tiene once años ya, ¬dijo tu madre.

No se atrevieron a decirte nada, pero no te dejaban salir sola. Fingías dormir la siesta y en vez de correr al callejón, después de almorzar, llorabas detrás de las persianas o del mosquitero.

Oíste, entre el casero y un ciclista, un diálogo insólito: hablaban de Gabriel y de ti. Dijeron que Gabriel se vanagloriaba en el almacén hablando de los cigarrillos que fumaban juntos. Decían que te había dicho palabras obscenas o con doble sentido.

Te escapaste a la hora de la siesta, corriste al cerco, para perder tu anillo. Gabriel pasó a la hora de siempre. Fuiste a su encuentro.

Vamos ¬le dijiste- a las vías del tren.

¿Para qué?

¬Se cayó mi anillo al cruzar las vías ayer cuando fui al río.

Verdad y mentira salían juntas de tus labios.

Fueron, él a caballo y tú caminando, sin hablarse. Cuando llegaron a las vías del tren, él dejó su caballo atado a un poste y tú te arrodillaste sobre las piedras.

¬¿Dónde perdió el anillo?, ¬te preguntó, arrodillándose a tu lado.

¬Aquí¬, dijiste, apuntando el centro de los rieles.

¬Bajaron las señales. Va a pasar el tren. Salgamos de aquí ¬ exclamó con desdén.

¬Quiero que nos suicidemos ¬le dijiste.

Te tomó del brazo y te arrastró afuera de las vías, justo a tiempo. Las sombras, la trepidación, el viento, el silbato del tren, con mil ruedas pasaron sobre tu cuerpo.

Para Semana Santa, Gabriel te siguió hasta la iglesia. Lo miraste dentro del aire con incienso de la iglesia, como un pez en el agua mira un pez cuando hace el amor. Fue la última entrevista. Durante veranos sucesivos, lo imaginaste deambulando por las calles, cruzando frente a las quintas, con su traje de mecánico azul y ese prestigio que le daba la pobreza.

Romance de la luna; Federico García Lorca

ROMANCE DE LA LUNA

La luna vino a la fragua
con su polisón de nardos.
El niño la mira mira.
El niño la está mirando.

En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.

Huye luna, luna, luna.
Si vinieran los gitanos,
harían con tu corazón
collares y anillos blancos.

Niño déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.

Huye luna, luna, luna,
que ya siento sus caballos.
Niño déjame, no pises,
mi blancor almidonado.

El jinete se acercaba
tocando el tambor del llano.
Dentro de la fragua el niño,
tiene los ojos cerrados.

Por el olivar venían,
bronce y sueño, los gitanos.
Las cabezas levantadas
y los ojos entornados.

¡Cómo canta la zumaya,
ay como canta en el árbol!
Por el cielo va la luna
con el niño de la mano.

Dentro de la fragua lloran,
dando gritos, los gitanos.
El aire la vela, vela.
el aire la está velando.



Y yo me pregunto: ¿por qué aún no habíamos colgado este magnífico poema en el blog...?

Misiá; Nasci para morrer contigo

Salman Rushdie; La encantadora de Florencia

Esa noche el emperador soñó con el amor. En su sueño era otra vez el califa de Bagdag, Harun al-Rashid, que paseaba de incógnito, en esta ocasión por las calles de la ciudad de Isbanir. De repente, él, el califa, sintió un picor que nadie podía aliviar. Volvió rápidamente a su palacio de Bagdag rascándose todo él a lo largo de los treinta kilómetros de camino, y cuando llegó a casa se bañó en leche de burra y pidió a sus concubinas preferidas que le frotaran el cuerpo con miel. Aun así, el picor siguió enloqueciéndolo y ningún médico le encontró cura, pese a aplicarle sangrías con lanceta y sanguijuelas hasta dejarlo a las mismísimas puertas de la muerte. Despidió a aquellos curanderos y, cuando recuperó el vigor, decidió que si el picor era incurable, lo único que podía hacer era distraerse más y mejor para no notarlo.

Mandó llamar a los comediantes más famosos del reino para que lo hicieran reír y a los filósofos más sabios para que se devanaran los sesos al límite. Bailarinas eróticas avivaron sus deseos y las cortesanas más diestras los satisficieron. Construyó palacios y calzadas y colegios e hipódromos, y aunque todas estas cosas cumplieron bien su cometido, el picor continuó sin la menor señal de mejoría. Puso toda la ciudad de Isbanir en cuarentena y fumigó el alcantarillado para atacar la plaga de picor en su raíz, pero la verdad era que, por lo visto, muy pocas personas sentían tanto picor como él. Hasta que una noche, cuando recorría, embozado y anonimamente, las calles de Bagdag, vio una lámpara en una ventana alta, y cuando alzó la vista, vislumbró el rostro de una mujer iluminado por la vela, de suerte que parecía ser de oro. Durante ese breve instante, el picor desapareció por completo, pero tan pronto como la mujer cerró los póstigos y apagó la vela de un soplido, el picor retornó con redoblada furia. Fue entonces cuando el califa comprendió la naturaleza de su picor. En Isbanir había visto esa misma cara, también por un instante fugaz, asomada a otra ventana, y el picor había comenzado a partir de ese momento. "Buscadla -ordenó al visir-, ya que esa es la bruja causante de mi maleficio."

Fue más fácil decirlo que hacerlo. Los hombres del califa llevaron ante él a siete mujeres al día cada uno de los siete días siguientes, pero cuando él les obligó a descubrirse el rostro, vio de inmediato que no era ninguna de ellas. Y al octavo día una mujer velada se presentó en la corte sin que nadie le llamara y solicitó audiencia, afirmado que era la que podía aliviar el sufrimiento del califa. Harun al-Rashid le recibió en el acto.

-¡Así que sois la bruja! -exclamó.

-Nada más lejos -contestó ella-. Pero desde que entreví la cara de un hombre encapuchado en las calles de Isbanir, me pica todo el cuerpo de manera incontrolable. Incluso abandoné mi ciudad natal y me mudé a Bagdag con la esperanza de que el cambio aliviara mi aflicción, pero de nada ha valido. He intentado mantenerme ocupada, distraerme, y he tejido grandes tapices y escrito volúmenes de poesía, todo en vano. Entonces me enteré de que el califa de Bagdag buscaba a una mujer que le provocaba picor y supe la solución al enigma.

Dicho esto, se retiró el velo con atrevimiento e inmediatamente desapareció por completo el picor del califa, y dio paso a un sentimiento muy distinto.

-¿Vos también? -preguntó él, y ella asintió.

-Ya no me pica. Ahora siento otra cosa.

-Y también eso es una aflicción que ningún hombre puede curar -dijo Harun al-Rashid.

-O en mi caso, ninguna mujer -contestó la dama.

El califa dio una palmada y anunció su inminente boda, y él y su Begum vivieron felices para siemprre, hasta que les llegó la Muerte, la Destructora de los Días.

Tal fue el sueño del emperador.

Thomas de Quincey

Hay que saber apreciar la ironía:



"Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le dará importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente. Una vez que empieza uno a deslizarse cuesta abajo ya no sabe dónde podrá detenerse. La ruina de muchos comenzó con un pequeño asesinato al que no dieron ninguna importancia en su momento. "



Fragmento de "Del asesinato como una de las Bellas Artes"

El Profeta-Guerrero; R. Scott Bakker

"Colocó su chisporroteante vela y decidió leer. "Solo con libros, una vez más. -De repente sonrió-. ¿Una vez más? No, por fin..."

Un libro no era nunca una "lectura". Allí, como en todas partes, el lenguaje traicionaba la verdadera naturaleza de la actividad. Decir que un libro era lectura era cometer el mismo error que el jugador que se pavoneava por sus ganancias, como si las hubiera tomado por la fuerza o gracias a su resolución. Lanzar las fichas numeradas era agarrarse a un momento de impotencia, nada más. Pero abrir un libro era una apuesta mucho más profunda. Abrir un libro no era solo agarrarse a un momento de impotencia, no solo renunciar a un puñado de celosos latidos del corazón por el rumbo de la quilla de otro hombre, era permitirse ser escrito. Porque, ¿qué era un libro sino una larga rendición consecutiva a los movimientos del alma de otro?

Achamian no podía pensar en ningún abandono del yo más profundo.

Leyó, fue llevado a la risa por las ironías de hombres que llevaban mil años muertos y a la reflexión por afirmaciones y esperanzas que habían sobrevivido con mucho la era de su escritura.

No recordaba haberse quedado dormido."

Las ciudades invisibles; Italo Calvino

No es fácil elegir una sola de entre las ciudades de Las ciudades invisibles. Ni por preferencia ni por mensaje, ni siquiera por simple belleza en el sonido o en la forma que tome la descripción: no hay un criterio claro para decir "es esta, esta es la ciudad más hermosa jamás descrita". Y sin embargo, algún ejemplo debía poner para que no faltase en este blog, alguna de esas poesías en prosa sobre calles, ciudades, vidas... Cuando pase el tiempo y retome el libro, otra habrá ocupado su lugar y Raissa no será para mi lo mismo. Pero ahora, supongo que esta es mi favorita, es Raissa la que os recomiendo. Y por igual, recomiendo que leáis todo el libro: he aquí su versión online.





LAS CIUDADES ESCONDIDAS 2

No es feliz la vida en Raissa. Por las calles la gente camina torciéndose las
manos, impreca a los niños que lloran, se apoya en los parapetos del río con las
sienes entre los puños, por la mañana despierta de un mal sueño y empieza otro. En
los talleres donde a cada rato alguien se machaca los dedos con el martillo o se
pincha con la aguja, o en las columnas de números torcidas de los negociantes y los
banqueros, o delante de las filas de vasos sobre el estaño de las tabernas, menos mal
que las cabezas agachadas te ahorran miradas torvas. Dentro de las casas es peor, y
no hay que entrar para saberlo: en verano las ventanas aturden con peleas y platos
rotos.
Y sin embargo, en Raissa hay a cada momento un niño que desde una ventana
ríe a un perro que ha saltado sobre un cobertizo para morder un pedazo de polenta
que ha dejado caer un albañil que desde lo alto del andamio exclama: —¡Prenda mía,
déjame probar!— a una joven posadera que levanta un plato de estofado bajo la
pérgola, contenta de servirlo al paragüero que celebra un buen negocio, una
sombrilla de encaje blanco comprada por una gran dama para pavonearse en las
carreras, enamorada de un oficial que le ha sonreído al saltar el último seto, feliz él
pero más feliz todavía su caballo que volaba sobre los obstáculos viendo volar en el
cielo a un francolín, pájaro feliz liberado de la jaula por un pintor feliz de haberlo
pintado pluma por pluma, salpicado de rojo y de amarillo, en la miniatura de aquel
libro en que el filósofo dice: —También en Raissa, ciudad triste, corre un hilo
invisible que enlaza por un instante un ser viviente a otro y se destruye, luego vuelve a tenderse entre puntos en movimiento dibujando nuevas, rápidas figuras de modo que a cada segundo la ciudad infeliz contiene una ciudad feliz que ni siquiera sabe que existe”.