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La nieve

Os presento un corto relato escrito en Gottinhem, Alemania. Su clima, aunque bonito, puede resultar un poco deprimente si uno no va cargado de optimismo. No era mi caso, qué duda cabe... La imagen, tan ilustradora ella, es de un asunto raro: una imprevista tormenta de nieve que acabó con un bosque entero en China. Bien, sin más os dejo con La nieve:





LA NIEVE

Hoy nieva. Bajo el cielo cae toda el agua del mundo; lenta, blanca, congelada. Hoy nieva, copo a copo, hasta llenar la tierra y ahogar las aguas. Nieva, en fin, y hay pocas cosas de las que hablar porque la nieve se asegura de ocuparlo todo, de llenarlo todo en su blancura heladora.

Tengo los labios ateridos, como la mente y las ideas; en esas arrugas que deberían surgirme si consigo sonreír y que ahora no ves se está acumulando la escarcha. Aún así, me apetece decir algo. Tengo que hablar o correré el riesgo de dejar que la nieve se pose del todo, el riesgo de que deje de nevar y aún no haya logrado hacer que lo entiendas. Sufro el miedo a que no te importe saber o no saber, pero creo que no tengo otro remedio que intentar hablar antes de que la nieve termine de estrellarse, suavemente, sobre el mundo.

Me dirás: “tengo ateridos oído y corazón, tiritando está mi boca si consigue tomar aire, congeladas mis manos si sostienen el mundo. No te puedo escuchar”. Te diré que no, que no es así o al menos no exactamente. Te diré que está nevando al otro lado del cristal y que si somos lo bastante astutos podremos engañarnos y fingir que la estufa nos protege del frío, que las mantas nos guardan. Así, si te aprietas contra la estufa y te arrebujas, si te engañas lo suficiente, podré contarte secretos sobre la nieve de esos que no salen en los libros.

Podré susurrarle a tus ojos ateridos que la nieve nace por encima del mundo. Nace en frío, en nube, en gris, por encima de todos los pecados y viéndolos reflejados contra sus cirros, sus cúmulos y sus estratos. No nace como la lluvia, gotas iguales entre sí que descienden a toda velocidad, como estrellas fugaces, intentando inútilmente lavar al mundo del polvo, no. En su lugar, nace con suavidad y observando el mundo triste, nace y no se lanza, flota. Cae lenta la nieve, cae todo lo lenta que puede sabiendo que cada segundo es un segundo de estar respirándose distinta, libre del cieno y sus horrores. Contra su voluntad, cae igualmente.

La nieve, continuaré recitando bajo tus labios ateridos, se esfuerza en taparlo todo, en quedar donde se posa para siempre. Teje una superficie imperturbable ahogando la tierra, ahogando las aguas heladas y hasta ahogando las ganas de vivir para siempre. No es que la nieve odie lo que cubre, no es que intente matarlo, no del todo. Pero si lograse enterrarlo para siempre, estaría contenta.

Basta preguntarle y la nieve que cae y ha caído se permite repetir su cantinela, sus razones, ¿le escuchas? “No hay amor bajo el cielo, no hay sentido bajo el cielo, no hay nada en faz de la tierra que aún se merezca existir”, canturrean los copos que descienden. “¿Para qué tanto dolor, tanto correr, tanto hilarse para enredarse hasta la muerte?”, continúan, “¿Para qué tanto correr por encima del polvo, sobre el polvo, con el polvo? ¿Para qué, para qué pudiendo estar todo sereno bajo un solo abrazo de blanco?” Los copos se posan e insisten: “no hay amor, no hay amor, no hay ni piedad ni amor”, cada uno en su voz propia. “No hay amor en la flor que se abre, en el niño que nace o en la espiga que contra toda gravedad se obstina en alzarse”. Y viendo que no hay amor, mata a la flor en su semilla, corta la espiga, deja que el niño se pudra de blanco hasta que deje de llorar. No, la nieve no odia, simplemente está segura de que habría más paz bajo su abrazo infinito, su manto inapelable.

Pero hay algo más que quizás deba aprovechar para decirte sobre la nieve, algo blanco. Un secreto frío e inadecuado, algo aún más triste que esa falta de piedad hacia un mundo sin amor que se empecina en buscarlo. No sé si debo hablar. Ya no hay parte de ti que no tirite, que no tiemble helada. Los ojos te brillan al borde de la muerte y mucho me temo que recuerdan a ese hielo que a veces se forma en los charcos. Ya ni la estufa te engaña ni tampoco mis verdades y supongo, temo, que no hay marcha atrás como no hay amor. Te diré, en fin, la verdad que ya sabes gracias a la nieve que cae y cae y por piedad se posa sin piedad sobre las cosas del mundo.

Nieva, cae la nieve, los copos pasan, pisan, pesan sobre la tierra. Pero hay más, y es peor y es decir que en todas partes nieva. No hay ventana ni estufa ni abrigo que te proteja, no hay reducto donde esconderse de los copos inasibles. Tampoco se esquiva su abrazo a este lado del cristal. Nieva sobre los pecados, sobre las almas y las cabezas coronadas de flores. La nieve insiste en golpear al corazón de los hombres, a su aliento, a su voz, a sus ojos vidriosos. Cae copo tras copo, invisibles. Golpean como un ariete en el pecho, uno a uno, cayendo dolorosos y leves hasta derribar el último muro; golpean hasta colarse por todo resquicio, por toda grieta, hasta rendir cualquier calidez.

Nieva así sobre los hombres nacidos para la muerte sin que a nadie le importe. La nieve cae y cae cantando que no hay amor bajo su blancura, que no hay piedad en el pecho de los vivos, que nadie a nadie nada le debe o nada le quiere deber. Es así como la nieve se posa queda, aplastando la sangre en las venas, cubriendo el dolor y las plegarias y cubriendo incluso las ganas de seguir viviendo y haciendo que tú te dejes morir helado en esa nieve que cae y cae al otro lado del cristal.


Por Andrés B. Mir

Stabat mater

Bueno, tras el rap colocado por Almijara, limpiaré en parte el blog de tanta maldad moderna con algo de música de aire clasicón e inspiración sacra. Se trata del Stabat mater, una pieza de Pergolesi que personalmente me encanta: