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Salman Rushdie; La encantadora de Florencia

Esa noche el emperador soñó con el amor. En su sueño era otra vez el califa de Bagdag, Harun al-Rashid, que paseaba de incógnito, en esta ocasión por las calles de la ciudad de Isbanir. De repente, él, el califa, sintió un picor que nadie podía aliviar. Volvió rápidamente a su palacio de Bagdag rascándose todo él a lo largo de los treinta kilómetros de camino, y cuando llegó a casa se bañó en leche de burra y pidió a sus concubinas preferidas que le frotaran el cuerpo con miel. Aun así, el picor siguió enloqueciéndolo y ningún médico le encontró cura, pese a aplicarle sangrías con lanceta y sanguijuelas hasta dejarlo a las mismísimas puertas de la muerte. Despidió a aquellos curanderos y, cuando recuperó el vigor, decidió que si el picor era incurable, lo único que podía hacer era distraerse más y mejor para no notarlo.

Mandó llamar a los comediantes más famosos del reino para que lo hicieran reír y a los filósofos más sabios para que se devanaran los sesos al límite. Bailarinas eróticas avivaron sus deseos y las cortesanas más diestras los satisficieron. Construyó palacios y calzadas y colegios e hipódromos, y aunque todas estas cosas cumplieron bien su cometido, el picor continuó sin la menor señal de mejoría. Puso toda la ciudad de Isbanir en cuarentena y fumigó el alcantarillado para atacar la plaga de picor en su raíz, pero la verdad era que, por lo visto, muy pocas personas sentían tanto picor como él. Hasta que una noche, cuando recorría, embozado y anonimamente, las calles de Bagdag, vio una lámpara en una ventana alta, y cuando alzó la vista, vislumbró el rostro de una mujer iluminado por la vela, de suerte que parecía ser de oro. Durante ese breve instante, el picor desapareció por completo, pero tan pronto como la mujer cerró los póstigos y apagó la vela de un soplido, el picor retornó con redoblada furia. Fue entonces cuando el califa comprendió la naturaleza de su picor. En Isbanir había visto esa misma cara, también por un instante fugaz, asomada a otra ventana, y el picor había comenzado a partir de ese momento. "Buscadla -ordenó al visir-, ya que esa es la bruja causante de mi maleficio."

Fue más fácil decirlo que hacerlo. Los hombres del califa llevaron ante él a siete mujeres al día cada uno de los siete días siguientes, pero cuando él les obligó a descubrirse el rostro, vio de inmediato que no era ninguna de ellas. Y al octavo día una mujer velada se presentó en la corte sin que nadie le llamara y solicitó audiencia, afirmado que era la que podía aliviar el sufrimiento del califa. Harun al-Rashid le recibió en el acto.

-¡Así que sois la bruja! -exclamó.

-Nada más lejos -contestó ella-. Pero desde que entreví la cara de un hombre encapuchado en las calles de Isbanir, me pica todo el cuerpo de manera incontrolable. Incluso abandoné mi ciudad natal y me mudé a Bagdag con la esperanza de que el cambio aliviara mi aflicción, pero de nada ha valido. He intentado mantenerme ocupada, distraerme, y he tejido grandes tapices y escrito volúmenes de poesía, todo en vano. Entonces me enteré de que el califa de Bagdag buscaba a una mujer que le provocaba picor y supe la solución al enigma.

Dicho esto, se retiró el velo con atrevimiento e inmediatamente desapareció por completo el picor del califa, y dio paso a un sentimiento muy distinto.

-¿Vos también? -preguntó él, y ella asintió.

-Ya no me pica. Ahora siento otra cosa.

-Y también eso es una aflicción que ningún hombre puede curar -dijo Harun al-Rashid.

-O en mi caso, ninguna mujer -contestó la dama.

El califa dio una palmada y anunció su inminente boda, y él y su Begum vivieron felices para siemprre, hasta que les llegó la Muerte, la Destructora de los Días.

Tal fue el sueño del emperador.