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Oscar Wilde; The Duchess of Padua

Os dejo aquí con un pequeño fragmento de "La Duquesa de Padua", de Oscar Wilde. Lo estaba leyendo y, simplemente, me pareció lo bastante gracioso como para colocarlo... Espero que os guste:

"MORANZONE:

Oh, in my time, boy, have I walked i' the moon,
swore I would live on kisses and on blisses,
swore I would die for love, and did not die,
wrote love bad verses; ay, and sung them badly
like all true lovers. Oh, I have done the tricks!
I know the partings and the chamberings;
we are all animals at best, and love
is merely passion with a holy name.


Oh, en mis tiempos, niño, he caminado bajo la luna,
jurado que viviría de besos y dichas,
jurado que moriría por amor, y no morí,
escrito malos poemas de amor; ay, y los canté mal,
como todos los verdaderos enamorados. Oh, ¡he usado todos los trucos!
Me sé las despedidas y los encuentros de recámara*;
todos somos, como mucho, animales, y el amor
no es más que la pasión con un nombre sagrado."

*chambering: servir como recámara o colocar algo/alguien como si se estuviese en ella, etc. No tiene una traducción exacta (shit).


Ale, a mi me hizo gracia. Sobre todo porque es el malo y suena mucho más convincente. La respuesta del joven y enamorado Guido es una cursilada tan coñazo que te dan ganas de que el malo le atraviese el corazón con la daga de su padre muerto en misteriosas circunstancias.

Umberto Eco; Cuando el Otro entra en escena

(...)

"Pero tu dices que, sin el ejemplo y la palabra de Cristo, todas las éticas carecerían de una justificación básica imbuida con el ineluctable poder de la convicción. ¿Por qué impedir a los laicos el derecho a aprovechar el ejemplo de un Cristo que perdona? Intenta, Carlos María Martini, por el bien de la discusión y el diálogo en el que crees, aceptar aunque sólo sea por un momento la idea de que Dios no existe; que el hombre apareció en el mundo por error y destino torcido, entregado no sólo a su condición de mortal sino que también condenado a ser consciente de esto, y por esta razón la más imperfecta de las criaturas (si se me permiten los ecos de Leopardi en esta sugerencia). Este hombre, para encontrar coraje con el que esperar a la muerte, se convertiría necesariamente en un animal religioso, y aspiraría a la construcción de narrativas capaces de darle una explicación y un modelo, una imagen ejemplar. Y entre las muchas historias que imagina -algunas deslumbrantes, otras terroríficas; algunas patéticamente confortadoras- en la inmensidad del tiempo llega a cierto punto de fuerza religiosa, poética y moral como para concebir el modelo de Cristo, de amor universal, de perdón para los enemigos, de una vida sacrificada para que otras se salven. Si yo fuese un viajero de una galaxia lejana y me encontrase ante especies capaces de proponer este modelo, me sentiría lleno de admiración por tal energía teogónica, y juzgaría a esta especie despreciable y vil, que ha cometido tantos horrores, redimida aunque sólo sea por el hecho de que se las ha apañado para creer y desear que todo esto fuese cierto.

Ahora puedes dejar la hipótesis para otros: pero admite que incluso si Cristo fuese sólo el sujeto de una gran historia, el hecho de que esta historia hubiese sido imaginada y deseada por humanos, criaturas que sólo saben no saber nada, sería tan milagroso (misteriosamente milagroso) como el verdadero hijo de Dios hecho carne. Este misterio natural y mundano no dejaría de poner en marcha y ennoblecer los corazones de aquellos que no creen.

Es por esto que creo que, en sus puntos fundamentales, una ética natural -respetando la profunda religiosidad que la inspira- puede encontrar puntos en común con los principios de una ética fundada en la fe en la trascendencia, que no puede negar que los principios naturales han sido grabados en nuestros corazones siguiendo las ideas de un plan de salvación. Si se dejan, como ciertamente pasa, márgenes que no se tapan, no es diferente de lo que ocurre cuando diferentes religiones se encuentran entre sí. Y en cuestiones de fe, la caridad y la prudencia deben prevalecer."

De Cinco Piezas Morales

Franco Fortini

Desconozco, buenos lectores, el título que llevaba este poema. Lo he encontrado en inglés, un libro de Umberto Eco (Five Moral Pieces) que ni siquiera sé si está traducido a nuestra lengua. El (magnífico y nunca lo bastante alabado) autor de El Nombre de la Rosa lo utilizaba al final de un texto sobre el fascismo y su propia experiencia, como niño, con la caída de Mussolini y todo lo demás. Según parece, el poema viene a tratar de ese tema: los sacrificios de la Resistencia o los partisanos, etc. Como me gusta y no lo encuentro en español, he hecho una pequeña traducción cuyos errores espero que sepáis perdonar (porque he de decir que hasta en inglés suena algo mejor):

En el parapeto del puente
las cabezas de hombres muertos,
en el agua de la fuente
la baba de hombres muertos.

En los adoquines del mercado
las uñas de hombres derribados,
en la seca hierba del la pradera
los dientes de hombres derribados.

Muerde el aire, muerde las piedras,
nuestra carne ya no es la carne de los hombres.
Muerde el aire, muerde las piedras
nuestros corazones ya no son los corazones de los hombres.

Pero hemos leído en los ojos de hombres muertos,
y la libertad del mundo es el regalo que traemos,
mientras la providencial justicia se acerca
agarrada por las manos de los muertos.

José Corredor Matheos; Vas recorriendo a solas

Vas recorriendo a solas
el jardín,
despacio y sin cuidados,
mientras el verso fluye
entre la niebla
y el asomo lejano
de la luz.
Todo lo que vas viendo
te sorprende.
¿Qué puedes esperar
más que lo inesperado?
Que las hierbas que pisas
son carne de tu carne.
Que la luna saldrá
cuando tú se lo digas.
Que no hay diferencias
entre el jardín y tú.
Caminas muy despacio
para que todo pueda
sorprenderte.
Y te vas alejando,
tanto que, ya incapaz
el verso de seguirte,
se detiene.

Jorge Luís Borges; El libro de la arena

EL LIBRO DE LA ARENA

...thy rope of sands...

George Herbert (1593-1623)



La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.

- Vendo biblias - me dijo.

No sin pedantería le contesté:

- En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.

Al cabo de un silencio me contestó:

- No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.

Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.

- Será del siglo diecinueve - observé. - No sé. No lo he sabido nunca - fue la respuesta.

Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.

Fue entonces que el desconocido me dijo:

- Mírela bien. Ya no la verá nunca más.

Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.

Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:

- Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?

- No - me replicó.

Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:

- Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de una rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.

Me pidió que buscara la primera hoja.

Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.

- Ahora busque el final.

También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:

- Esto no puede ser.

Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:

- No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.

Después, como si pensara en voz alta:

- Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.

Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:

- ¿Usted es religioso, sin duda?

- Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.

Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.

- Y de Robbie Burns - corrigió.

Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:

- ¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?

- No. Se lo ofrezco a usted - me replicó, y fijó una suma elevada.

Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.

- Le propongo un canje - le dije -. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.

- A black letter Wiclif - murmuró.

Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.

- Trato hecho - me dijo.

Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.

Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.

Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las Mil y Una Noches.

Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cual, elevada a la novena potencia.

No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.

Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.

Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.

Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.

Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

Don Quijote de la Mancha; Capítulo XXV

CAPÍTULO XXV

"(...)

-Ya te he dicho -respondió Don Quijote- que quiero imitar a Amadís haciendo aquí del desesperado, del sandío y del furioso, por imitar juntamente al valiente Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Meodoro; de cuya pesadumbre se volvió loco y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores (...)

-Pareceme a mi -dijo Sancho- que los caballeros que lo tal ficieron fueron provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias; pero vuestra merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama le ha desdeñado, o qué señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con moro o con cristiano?

-Ahí está el punto -respondió Don Quijote -y esa es la fineza de mi negocio; que volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que si en seco hago esto, ¿qué hiciera en mojado?

(...)

-Déjeme iré a ensillar a Rocinante y aparéjese vuestra merced a echarme su bendición; que luego pienso partirme, sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que yo diré que le vi hacer tantas, que no quiera más.

-Por lo menos, quiero, Sancho, y porque es menester así, quiero, digo, que me veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que las haré en menos de media hora, porque habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas jurar a salvo en las demás que quisieres añadir; y asegúrote que no dirás tu tantas cuantas yo pienso hacer.

(...)

-Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy bien: que para que pueda jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien que vea siquiera una, aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra merced.

-¿No te lo decía yo? -dijo Don Quijote.- Espérate, Sancho, que en un credo las haré.

Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales, y luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los pies en alto, descubriéndose cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la rienda a Rocinante y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su amo quedaba loco.

(...)"

La tempestad; William Shakespeare

Tras recordar mi lectura de la Tempestad, decidi colocar alguna cita, alguno de esos monólogos tan geniales (porque hay muchos, casi todos en boca de Próspero). Finalmente, me decidí por el que me parece mejor. Cuand Miranda y Fernando ya están enamorados, anticipando su boda, Próspero ordena a sus espíritus que "interpreten" una obra de teatro para ellos (dioses romanos, segadores, ninfas... falta algún pastor declamando filosofía). Sin embargo, le turba el pensamiento de algunos asuntos que le urge terminar y se ve obligado a acabar con la función. Cuando ven desaparecer de la nada a los "actores", Miranda y Fernando se sobresaltan, y para tranquilizarlos les dirige este pequeño discurso que se ha hecho considerablemente famoso. Lo cierto es que dicho en una obra de teatro, tiene un especial encanto. Pongo tanto la versión inglesa como la española para que se pueda apreciar un poco la musicalidad del original...


Prospero:

Our revels now are ended. These our actors,
As I foretold you, were all spirits, and
Are melted into air, into thin air:
And like the baseless fabric of this vision,
The cloud-capp'd tow'rs, the gorgeous palaces,
The solemn temples, the great globe itself,
Yea, all which it inherit, shall dissolve,
And, like this insubstantial pageant faded,
Leave not a rack behind. We are such stuff
As dreams are made on; and our little life
Is rounded with a sleep.


Próspero:

Nuestra fiesta ha terminado. Los actores,
como ya te dije, eran espíritus
y se han disuelto en aire, en aire leve,
y, cual la obra sin cimientos de esta fantasía,
las torres con sus nubes, los regios palacios,
los templos solemnes, el inmenso mundo
y cuantos lo hereden, todo se disipará
e, igual que se ha esfumado mi etérea función,
no quedará ni polvo. Somos de la misma
sustancia que los sueños, y nuestra breve vida
culmina en un dormir.



...Y es que, amigos míos, la metaliteratura está en todas partes. Como Dios y Hacienda.