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Manuel Machado; "Chouette"

Este pequeño poema de Manuel Machado pertenece a El mal poema, cuando el poeta estuvo en París y se dedicó a ser bohemio y probablemente, vanguardista. El nombre del poema ("mochuelo") viene de la idea de ser un ave de vida nocturna, algo así como la prostituta de la que trata el poema. No sé por qué, pero me encanta:


CHOUETTE

En cualquier parte hay un espejo, un poco
de agua clara y un peine. Y si la nena
es bonita, ¡ya está! La noche pasa,
y el nuevo día llega.
Y no se te conoce
la batalla de amor ni a ti ni a ella.

Y luego son dos vidas
separadas, ajenas,
dos mundos. Tú, al trabajo
cotidiano, a la eterna
lucha,pequeña o grande, cosas de hombre
archisabidas... Ella

a dormir y a esperar la noche.
Y viene
la noche, y la despierta.

José Ángel Valente

Aquí os dejo un pequeño poemilla de José Ángel Valente que me ha gustado. No he conseguido encontrar su título, pero está en el libro Material memoria, que publicó en 1979. Espero que os agrade:



"Y cómo, preguntaron, cómo
escribir después de Auschwitz.

Y después de Auschwitz
Y después de Hiroshima, cómo no escribir.

¿No habría que escribir precisamente
después de Auschwitz o después
de Hiroshima, si ya fuésemos dioses
de un tiempo roto, en el después
para que al fin se torne
en nunca y nadie pueda
hacer morir aún más a los muertos? "

Ojalá, Silvio Rodríguez



Ojalá
(Silvio Rodríguez)

Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan
para que no las puedas convertir en cristal.
Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo.
Ojalá que la luna pueda salir sin ti.
Ojalá que la tierra no te bese los pasos.

Ojalá se te acabe la mirada constante,
la palabra precisa, la sonrisa perfecta.
Ojalá pase algo que te borre de pronto:
una luz cegadora, un disparo de nieve,
ojalá por lo menos que me lleve la muerte,
para no verte tanto, para no verte siempre
en todos los segundos, en todas las visiones:
ojalá que no pueda tocarte ni en canciones.

Ojalá que la aurora no dé gritos que caigan en mi espalda.
Ojalá que tu nombre se le olvide a esa voz.
Ojalá las paredes no retengan tu ruido de camino cansado.
Ojalá que el deseo se vaya tras de ti,
a tu viejo gobierno de difuntos y flores.


(1969)

Hace poco volví a escucharla después de mucho tiempo y ahora no la puedo sacar de mi mente.

Fragmentos de "La mujer del pintor"

No hace mucho escribí un relato (un tanto largo) producido más que nada por una intoxicación de Virginia Ocampo y sus relatos folletinescos que acababan convertidos en sórdidas historias de asesinato, narrado todo con una dulzura bastante curiosa. Prefiero no colgarlo entero por una mera cuestión de espacio.

No es una historia demasiado elaborada: joven de buena familia se enamora de un pintor y se fuga con él; el pintor le abandona y le deja a su suerte. Ya viejo, vuelve al hogar pidiendo perdón, pero, ay, ella no le cree o no sabe qué decir. Esa noche, le arranca los ojos. Sí, lo sé, no suena prometedor, contado, os lo aseguro, gana bastante. No sé siquiera si los fragmentos lucirán mucho... Pero en fin, para el deleite de los que se deleiten leyéndolo, aquí dejo algunos párrafos:


"Visto lo que pasó después, parece que era ella quien tenía la razón. Ahora duele bastante recordar como mamá me aconsejó que no fuese idiota, que me casase con Felipe, que tenía un futuro prometedor en el Banco Nacional. Y ojalá sólo recordase eso. Es curioso que ahora, tal y como está mi vida, así, esperando un veredicto a mis actos, un carpetazo que acabe con todo, recuerde tantas cosas. Todas se entrelazan como un folletín, una va dándole vueltas y vueltas a los recuerdos y al final la mitad de lo que recuerda lo está inventando para que quede más bonito. Tampoco importa, seguiré: recuerdo muchas cosas."



"Recuerdo también otras cosas. El chocolate de algunos domingos que siguieron, un gato que se apropió de nuestro jardín durante todo septiembre, las voces de las doncellas nuevas que contrató mi madre, el arrullo de mi abuelo conforme fue perdiendo la cabeza o los crujidos de la silla donde me sentaban a aprender costura; pero ninguna de estas cosas, creo yo, explica cómo acabé casada con Ernesto. Lo que sí lo explica, y sólo en parte, es el retrato de la familia que quisieron hacer mis padres."



"Pero también yo puedo ser persuasiva, al menos a veces. Tras mucho hablarle a mi madre del Arte y cómo este eleva el alma o de que podía ir con algún familiar que se asegurase de la intachable conducta de Ernesto, accedió. Ya se encargaría, tras ver como desembocaron las cosas, de maldecir el momento en que cedió a mi insistencia. La tía Angustias, que hacía parecer a mi madre una descocada, fue finalmente quien me acompañó a posar para Ernesto.

Recuerdo que empecé a volver en primavera, aunque puede que sólo quiera recordarlo así para hablar de los pajarillos cantando, el sol y las flores. Una siempre tiene algo de niña, y aún hoy, para colocar una historia de amor, me parece la época más adecuada. Sería, pues, primavera, y habría un sol brillando sobre mi juventud. Recuerdo lo guapa que estuve aquella primavera, suponiendo que lo fuese. Las mujeres, creo yo, nunca estamos tan hermosas como al comienzo de un amor."




"Algo después, viéndolo en perspectiva, llegué a la conclusión de que distintas personas aman con distintos sentidos. Los hay que aman a fuerza de olfato y necesitan enterrarse el olor de quien quieren para poder seguir durmiendo. Los hay que funcionan a base de tacto, de caricias y de roces más o menos secretos, o los que se satisfacen con que su pareja les sepa cocinar en condiciones. Yo amaba con el oído; él, con los ojos. Como a mi me llenaba el amor con que me tirase piropos e insistiese en cuánto me quería, a él le bastaba verme arreglada y linda, con más o menos luz, más o menos ropa, para quererme. Y por supuesto, todos los sentidos engañan; y ni una imagen dura para siempre ni una palabra, por pronunciarse, tiene que ser verdad. Pero eso lo pienso ahora, que estoy madura, desengañada y probablemente loca, así que quizás no cuente."




"Lo que sigue lo recuerdo como un sueño. Le recuerdo roncando, de nuevo unos ronquidos que ya no reconocía. Recuerdo que me levanté, su sueño seguía siendo profundo. Bajé, lenta, a lo que quedaba de su estudio de pintura. Casi, casi no olía ya a aguarrás, pero los cachibaches quedaban. La luna se colaba por una claravoya e iluminaba todo, susurraba que tenía que hacer. Él decía amarme, y yo, por el oído, le amaba. Pero de nuevo, sólo lo decía, de nuevo, él amaba por los ojos. Y mientras tuviese ojos, recuerdo que pensé, a quienes amaría sería a otras más bonitas. Recuerdo que todo fue suave: buscar algunos pinceles, con su mango de madera. Cojerlos, subir de nuevo a paso lento. Fue tan suave, lo recuerdo, como un sueño: colocarme sobre él en la cama, despertarle con mi peso, mirarle a los ojos, arrancárselos, sin suavidad, con los pinceles. "

Los ojos; Manuel Machado

LOS OJOS

I

Cuando murió su amada
pensó en hacerse viejo
en la mansión cerrada,
solo, con su memoria y el espejo
donde ella se miraba un claro día.
Como el oro en el arca del avaro,
pensó que no guardaría
todo un ayer en el espejo claro.
Ya el tiempo para él no correría.

II

Mas, pasado el primer aniversario,
¿Cómo eran —preguntó—, pardos o negros,
sus ojos? ¿Glaucos?... ¿Grises?
¿Cómo eran, ¡Santo Dios!, que no recuerdo?...

III

Salió a la calle un día
de primavera, y paseó en silencio
su doble luto, el corazón cerrado...
De una ventana en el sombrío hueco
vio unos ojos brillar. Bajó los suyos
y siguió su camino... ¡Como ésos!

El espejo y la máscara; Jorge Luís Borges

Librada la batalla de Clontarf, en la que fue humillado el noruego, el Alto Rey habló con el poeta y le dijo:

—Las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras. Quiero que cantes mi victoria y mi loa. Yo seré Eneas; tú serás mi Virgilio. ¿Te crees capaz de acometer esa empresa, que nos hará inmortales a los dos?

—Sí, Rey —dijo el poeta—. Yo soy el Ollan. Durante doce inviernos he cursado las disciplinas de la métrica. Sé de memoria las trescientas sesenta fábulas que son la base de la verdadera poesía. Los ciclos de Ulster y de Munster están en las cuerdas de mi arpa. Las leyes me autorizan a prodigar las voces más arcaicas del idioma y las más complejas metáforas. Domino la escritura secreta que defiende nuestro arte del indiscreto examen del vulgo. Puedo celebrar los amores, los abigeatos, las navegaciones, las guerras. Conozco los linajes mitológicos de todas las casas reales de Irlanda. Poseo las virtudes de las hierbas, la astrología judiciaria, las matemáticas y el derecho canónico. He derrotado en público certamen a mis rivales. Me he adiestrado en la sátira, que causa enfermedades de la piel, incluso la lepra. Sé manejar la espada, como lo probé en tu batalla. Sólo una cosa ignoro: la de agradecer el don que me haces.

El Rey, a quien lo fatigaban fácilmente los discursos largos y ajenos, le dijo con alivio:

—Sé harto bien esas cosas. Acaban de decirme que el ruiseñor ya cantó en Inglaterra. Cuando pasen las lluvias y las nieves, cuando regrese el ruiseñor de sus tierras del Sur, recitarás tu loa ante la corte y ante el Colegio de Poetas. Te dejo un año entero. Limarás cada letra y cada palabra. La recompensa, ya lo sabes, no será indigna de mi real costumbre ni de tus inspiradas vigilias.

—Rey, la mejor recompensa es ver tu rostro —dijo el poeta, que era también un cortesano.

Hizo sus reverencias y se fue, ya entreviendo algún verso.

Cumplido el plazo, que fue de epidemias y rebeliones, presentó el panegírico. Lo declamó con lenta seguridad, sin una ojeada al manuscrito. El Rey lo iba aprobando con la cabeza. Todos imitaban su gesto, hasta los que agolpados en las puertas, no descifraban una palabra. Al fin el Rey habló.

—Acepto tu labor. Es otra victoria. Has atribuido a cada vocablo su genuina acepción ya cada nombre sustantivo el epíteto que le dieron los primeros poetas. No hay en toda la loa una sola imagen que no hayan usado los clásicos. La guerra es el hermoso tejido de hombres y el agua de la espada es la sangre. El mar tiene su dios y las nubes predicen el porvenir. Has manejado con destreza la rima, la aliteración, la asonancia, las cantidades, los artificios de la docta retórica, la sabia alteración de los metros. Si se perdiera toda la literatura de Irlanda —omen absit— podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda. Treinta escribas la van a transcribir dos veces.

Hubo un silencio y prosiguió.

—Todo está bien y sin embargo nada ha pasado. En los pulsos no corre más a prisa la sangre. Las manos no han buscado los arcos. Nadie ha palidecido. Nadie profirió un grito de batalla, nadie opuso el pecho a los vikings. Dentro del término de un año aplaudiremos otra loa, poeta. Como signo de nuestra aprobación, toma este espejo que es de plata.

—Doy gracias y comprendo —dijo el poeta. Las estrellas del cielo retornaron su claro derrotero. Otra vez cantó el ruiseñor en las selvas sajonas y el poeta retornó, con su códice, menos largo que el anterior. No lo repitió de memoria; lo leyó con visible inseguridad, omitiendo ciertos pasajes, como si él mismo no los entendiera del todo o no quisiera profanarlos. La página era extraña. No era una descripción de la batalla, era la batalla. En su desorden bélico se agitaban el Dios que es Tres y es Uno, los númenes paganos de Irlanda y los que guerrearían, centenares de años después, en el principio de la Edda Mayor. La forma no era menos curiosa. Un sustantivo singular podía regir un verbo plural. Las preposiciones eran ajenas a las normas comunes. La aspereza alternaba con la dulzura. Las metáforas eran arbitrarias o así lo parecían.

El Rey cambió unas pocas palabras con los hombres de letras que lo rodeaban y habló de esta manera:

—De tu primera loa pude afirmar que era un feliz resumen de cuanto se ha cantado en Irlanda. Ésta supera todo lo anterior y también lo aniquila. Suspende, maravilla y deslumbra. No la merecerán los ignaros, pero sí los doctos, los menos. Un cofre de marfil será la custodia del único ejemplar. De la pluma que ha producido obra tan eminente podemos esperar todavía una obra más alta.

Agregó con una sonrisa:

—Somos figuras de una fábula y es justo recordar que en las fábulas prima el número tres.

El poeta se atrevió a murmurar:

—Los tres dones del hechicero, las tríadas y la indudable Trinidad.

El Rey prosiguió:

—Como prenda de nuestra aprobación, toma esta máscara de oro.

—Doy gracias y he entendido —dijo el poeta. El aniversario volvió. Los centinelas del palacio advirtieron que el poeta no traía un manuscrito. No sin estupor el Rey lo miró; casi era otro. Algo, que no era el tiempo, había surcado y transformado sus rasgos. Los ojos parecían mirar muy lejos o haber quedado ciegos. El poeta le rogó que hablara unas palabras con él. Los esclavos despejaron la cámara.

—¿No has ejecutado la oda? —preguntó el Rey; —Sí —dijo tristemente el poeta—. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.

—¿Puedes repetirla?; —No me atrevo.

—Yo te doy el valor que te hace falta —declaró el Rey.

El poeta dijo el poema. Era una sola línea. Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.

—En los años de mi juventud —dijo el Rey— navegué hacia el ocaso. En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Éstas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?

—En el alba —dijo el poeta— me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.

—El que ahora compartimos los dos —el Rey musitó—. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.

Le puso en la diestra una daga. Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.

William Butler Yeats

William Butler Yeats es un autor irlandés no es muy conocido. Se trataba de un poeta un tanto raro (entre otras cosas, perteneció a la Orden del Amanecer Dorado, un grupo ocultista) y de un gran artista. Aquí os dejo con uno de sus poemas que más me gustan: When you're old. La traducción es mía, así que os suplico piedad por si es atronadoramente mala...





WHEN YOU ARE OLD


When you are old and grey and full of sleep,
And nodding by the fire, take down this book,
And slowly read, and dream of the soft look
Your eyes had once, and of their shadows deep;

How many loved your moments of glad grace
And loved your beauty with love false or true,
But one man loved the pilgrim soul in you,
And loved the sorrows of your changing face;

And bending down beside the glowing bars,
Murmur, a little sadly, how Love fled
And paced upon the mountains overhead
And hid his face amid a crowd of stars.



CUANDO SEAS ANCIANA

Cuando seas anciana y gris y llena de sueño
Y cabeceando junto al fuego, bajes este libro,
Y lentamente leas, y sueñes con la mirada compasiva
Que una vez tuvieron tus ojos, y con la profundidad de sus sombras;

Cuantos te amaron en tus momentos de alegre gracia
Y amaron tu belleza con amor falso o verdadero,
Pero un hombre amó el alma peregrina en ti,
Y amó los dolores de tu rostro cambiante;

E inclinándote junto a la reja encendida
Murmura, un poco triste, como el Amor huyó
Y se paseó sobre las montañas elevadas
Y escondió su rostro entre una muchedumbre de estrellas.

París, Berlín

Para más información: www.myspace.com/polackgranada.

Informe del cielo y del infierno; Silvina Ocampo

A ejemplo de las grandes casa de remate, el Cielo y el Infierno contienen en sus galerías hacinamientos de objetos que no asombrarán a nadie, porque son los que hay en las casas del mundo. Pero no es bastante claro hablar sólo de objetos: en esas galerías también hay ciudades, pueblos, jardines, montañas, valles, soles, lunas, vientos, mares, estrellas, reflejos, temperaturas, sabores, perfumes, sonidos, pues toda suerte de sensaciones y de espectáculos nos depara la eternidad.

Si el viento ruge, para ti, como un tigre y la paloma angelical tiene, al mirar, ojos de hiena, si el hombre acicalado que cruza por la calle, está vestido de andrajos lascivos; si la rosa con títulos honoríficos, que te regalan, es un trapo desteñido y menos interesante que un gorrión; si la cara de tu mujer es un leño descascarado y furioso: tus ojos y no Dios, los creó así.

Cuando mueras, los demonios y los ángeles, que son parejamente ávidos, sabiendo que estás adormecido, un poco en este mundo y un poco en cualquier otro, llegarán disfrazados a tu lecho y, acariciando tu cabeza, te darán a elegir las cosas que preferiste a lo largo de tu vida. En una suerte de muestrario, al principio, te enseñarán las cosas elementales. Si te enseñan el sol, la luna o las estrellas, los verás en una esfera de cristal pintada, y creerás que esa esfera de cristal es el mundo; si te muestran el mar o las montañas, los verás en una piedra y creerás que esa piedra es el mar y las montañas; si te muestran un caballo, será una miniatura, pero creerás que ese caballo es un verdadero caballo. Los ángeles y los demonios distraerán tu ánimo con retratos de flores, de frutas abrillantadas y de bombones; haciéndote creer que eres todavía niño, te sentarán en una silla de manos, llamada también silla de reina o sillita de oro, y de ese modo te llevarán, con las manos entrelazadas, por aquellos corredores al centro de tu vida, donde moran tus preferencias. Ten cuidado. Si eliges más cosas del Infierno que del Cielo, irás tal vez al Cielo; de lo contrario, si eliges más cosas del Cielo que del Infierno, corres el riesgo de ir al Infierno, pues tu amor a las cosas celestiales denotará mera concupiscencia.

Las leyes del Cielo y del Infierno son versátiles. Que vayas a un lugar o a otro depende de un ínfimo detalle. Conozco personas que por una llave rota o una jaula de mimbre fueron al Infierno y otras que por un papel de diario o una taza de leche, al Cielo.

Canción otoñal; de Federico García Lorca

Bueno, este fin de semana he tomado una intoxicación de Lorca leyéndome sus obras completas (bien, si, no me ha dado para leer Impresiones y Paisajes, uno tiene sus límites). Como es lógico, me dispongo ahora a poner a vuestro alcance un poema bastante bonito y de los menos conocidos del autor granadino. Para mi gusto, es de los pocos poemas buenos de su primer libro de poesía... Pero en fin, tendría unos 18-20 años cuando lo escribió, no podemos culparle. Aunque barroquillo y demás, creo que esta Canción otoñal tiene mucho encanto:




Hoy siento en el corazón
un vago temblor de estrellas,
pero mi senda se pierde
en el alma de la niebla.
La luz me troncha las alas
y el dolor de mi tristeza
va mojando los recuerdos
en la fuente de la idea.

Todas las rosas son blancas,
tan blancas como mi pena,
y no son las rosas blancas,
que ha nevado sobre ellas.
Antes tuvieron el iris.
También sobre el alma nieva.
La nieve del alma tiene
copos de besos y escenas
que se hundieron en la sombra
o en la luz del que las piensa.

La nieve cae de las rosas,
pero la del alma queda,
y la garra de los años
hace un sudario con ellas.

¿Se deshelará la nieve
cuando la muerte nos lleva?
¿O después habrá otra nieve
y otras rosas más perfectas?
¿Será la paz con nosotros
como Cristo nos enseña?
¿O nunca será posible
la solución del problema?

¿Y si el amor nos engaña?
¿Quién la vida nos alienta
si el crepúsculo nos hunde
en la verdadera ciencia
del Bien que quizá no exista,
y del Mal que late cerca?

¿Si la esperanza se apaga
y la Babel se comienza,
qué antorcha iluminará
los caminos en la Tierra?

¿Si el azul es un ensueño,
qué será de la inocencia?
¿Qué será del corazón
si el Amor no tiene flechas?

¿Y si la muerte es la muerte,
qué será de los poetas
y de las cosas dormidas
que ya nadie las recuerda?
¡Oh sol de las esperanzas!
¡Agua clara! ¡Luna nueva!
¡Corazones de los niños!
¡Almas rudas de las piedras!
Hoy siento en el corazón
un vago temblor de estrellas
y todas las rosas son
tan blancas como mi pena.

El Cuervo, Allan Poe



Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”

¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.

Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.

Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.

Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!

De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.

Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”

Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”

Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”

Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir granzando: “Nunca más.”

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabolica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!