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(Aún sin título)

Porque hay algo sagrado, se dijo, en despertarse, algo mágico en haber saltado el hueco del sueño, que es tan, tan parecido a la muerte. Un poco más tranquilo, quizás, un poco menos para siempre, y aún así, aún así, un hueco que asusta, que demuestra cómo el mundo sigue más allá de nuestros pasos. “Simplemente”, se dijo bajando la cuesta, con un coro de coches pasando, arriba y abajo, lanzando rugidos como dragones, “es como morir por un tiempo cuando, de repente, tras un espacio vacío, apareces en otros ojos y en otra vida y te das cuenta de que, una vez más, has saltado de cuerpo.” Algo así, ¿no era cierto? Quizás por eso despertarse para él siempre había tenido algo de monstruoso también, que no fuese igual que para los demás. Bastaba despertarse para que se viese obligado a reevaluar sus recuerdos (“¿están todos?” “¿soy el mismo?”), contar sus manos, sus dedos, sus ojos (“¿no ha cambiado su color?”), sus pies, mirarse en el espejo y ver si se reconocía o si iba a tener que entenderse de nuevo como alguien distinto. Si, despertar asustaba. Solo en una ocasión, se dijo sonriendo, deteniéndose a contemplar la corteza de un árbol entre el estruendo, sólo en una ocasión había despertado de otra manera. Y no sólo una, en realidad, o sólo una si uno consideraba que sólo había sido en una vida, para él, para él, bueno, que contaba sus vidas como otros podían contar amaneceres, que se recordaba más a menudo despertando distinto y que, en fin, a que engañarse, estaba lo justo de loco para poder saber tanto. En aquella vida no recordaba haber hecho nada especial. Sólo se recordaba despertándose en un cuerpo de manos curtidas, de rostro dañado y, sin embargo, despertándose con una luz perfecta. Ah, no, en aquella vida no había hecho nada importante, como una pausa que el destino que se iba tejiendo le había dejado. Ni crimen ni altruismo, sólo dejar pasar el tiempo ocupando su lugar en el mundo y quizás, quizás por eso, no recordaba casi nada. Solo eso, despertar, un despertar que se habría repetido o no durante toda aquella vida (y a estas alturas, ¿qué diferencia había entre una y tres mil veces?). Le había despertado la luz, que era blanca y tranquila, o el ruido de alguien pasando por la calle y armando jaleo, o de algún animal, un caballo, por ejemplo, tirando de un carro con una señora dentro que se paseaba hasta misa. Lo importante es que algo le había despertado. Y entonces, recordaba ahora, tan distinto, cuando ya no había ni carruajes, había sonreído y todo había sido perfecto. Y no es que la cama fuese especialmente cómoda, de sábanas de holanda y colchón de plumas, ni que hubiese comido un festín, ni que no tuviese preocupaciones para el resto del día (aunque ahora, ahora, tan lejos, no sabría recordarlas), no. Era que se había despertado primero. Y allí estaba, en un abrazo con otro (¿o era otra? ¿y qué cuerpo llevaba él?) dejándose la piel en la suya, contando, contando las respiraciones mientras la luz era blanca y sentía, en fin, sentía que no se podía ser más feliz. Porque en aquel momento entraba la luz por la ventana y había pasado la noche abrazado, abrazando, abrazado, y como sonaba de perfecto, ¿no es cierto? Allí, habría creído, podía morir para siempre. ¿Se había olvidado? ¿Se imaginaba simplemente toda la escena a base de recortar y zurcir distintos despertares de aquella vida? Era, bueno, difícil saberlo, sobre todo ahora, tan lejos que probablemente ni de la cama, ni de la persona, ni siquiera de la habitación, debía quedar el más mínimo eco. Pero había sido feliz y había deseado no moverse. Había tenido los ojos entrecerrados, se había colocado de nuevo, la nariz en la otra nuca, respirando la piel, respirando con el pelo que hacía cosquillas, sin separar la mano, eso jamás, de la otra, rodeando con el brazo su pecho y sintiendo que era la piel más perfecta, el minuto más hermoso que se podía desear. Y luego había abierto de nuevo los ojos, se había permitido examinar el rostro que aún dormía y, ah, que hermoso, si, que hermoso que era aunque ahora, tan lejos, fuese incapaz de recordar siquiera sus facciones o su forma. Pero probablemente era hermoso, o mejor, lo parecía, que acababa resultado mucho más efectivo. Y después, mirando, se había despertado y todo había sido su sonrisa que quebraba los segundos, uno a uno, que los hacía eternos e inmutables, que duraba para siempre, para siempre. ¿Le había besado entonces? Si, seguro, estaba casi seguro de que se habían besado, de que había habido un intercambio de susurros y más besos y más y más caricias y quizás hasta habían hecho el amor o se habían levantado para atender otros asuntos, lamentando, lamentando, en fin, que la cama no durase para siempre. Porque estaba seguro, ahora, tan lejos, examinando sus recuerdos, de que aquella cama era para ambos un descanso, una balsa en medio de quien sabría decir qué problemas o responsabilidades. Ah, era perfecto, era perfecto. Pero uno no puede vivir eternamente en la cama, no eternamente en esos instantes de estar despertando, que se habían parecido tanto al olvido pero que eran tan perfectos, tanto, como para ser recordados. Así que quizás algunas veces se habían levantado juntos, o quizás sólo había sido una vez y había sido lo bastante hermoso. Y después, más tarde, y esto lo recordaba bien, cuando había leído en el destino adecuado que debía marcharse, quizás en el humo de las chimeneas o en una golondrina muerta que apareció en su ventana, se despidió, se levantó de la cama para siempre y, sin armar mucho jaleo, lamentando que su búsqueda no pudiese ser más simple, lo bastante simple como para quedarse allí para siempre, se dejó morir sin hacer ruido, llorando bajito, bajito, en el Támesis que bajaba sucio, cansado y frío. Y el resto de veces, se despertó con miedo de ser otro.