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Los caballeros las prefieren rotas

Gira entre sus dedos el cigarro, le da unos golpecitos y la ceniza se derrama hacia la calle mientras el humo asciende y asciende. Y ella esta vez no piensa cómo le gustaría escaparse como el humo ni cómo el cigarro es más libre para deshacerse ni cómo es mejor quemarse que vivir en cenizas ni nada por el estilo. Ahora mismo, no piensa en nada.

Más tarde, a la quinta o sexta calada, coincidiendo con el paso de un gorrión, se sobresaltará. Durante unos segundos, tensa, mirará hacia el pasillo y respirará y respirará con el cigarrillo sacado. Parecerá entonces mentira que los gorriones vuelven y los árboles crezcan, o que el sol caliente su mano mientras ella respira así, podrida a miedo, pero será. Continuará respirando unos segundos sin saber si debería tirar de una vez el cigarro e intentar disimular el humo. A él, al fin y al cabo, no le gusta que fume y es mejor, se dice, no darle razón para enfadarse. Es mejor moverse sin hacer mucho ruido, deslizarse de puntillas cada día y cada hora. Parecerá mentira, con ese miedo en la garganta, que el mundo se empecine en dejar escapar belleza de la boca de un gorrión. Pero al fin y al cabo, piensa fingiéndose el cinismo, al mundo nunca le has importado.

No siempre fue así ni siempre estuvo temiendo, pero conforme pasa el tiempo es más duro recordar. Sabe que fue una niña, que se conocieron y aguantaron a las puertas del colegio; sabe que empezaron a salir a los 16, novios de toda la vida. Sabe que le quiso, quizás por inercia o quizás no, y sabe que se acostaron un verano con torpeza. También sabe que, para cuando se casaron, no estaba ni segura ni enamorada ni preñada. Quizás lo hizo porque necesitaba un cambio. Y como sabe eso, sabe que en algún momento fueron pudriéndose, aunque aún no sepa como, cada uno a su manera. Estaría quizás la diferencia de que él no se quema ni se guarda ni se amarga las vísceras, no puede, ¿verdad?, no puede. Él simplemente golpea y si da no es porque no le quiera, no es tan fácil. Solo es que ella está más cerca, sólo eso, ¿verdad?

El cigarro tiembla cuando tiembla su mano, bajo el sol y bajo el cielo. Es mejor, se dice, no pensar ciertos asuntos. Hay otras cosas, es cuestión de divagar. Con la imaginación en las manos, lo sabe mejor que nadie, es muy fácil esconderse.

Así, por ejemplo, bajo el sol en el balcón y a solas, se hace saber que en alguna parte hay un palacio. Estaría en un lugar extraño, al oeste del fin del mundo, por ejemplo. Tendría pasillos anchos, tendrías espiras y torretas misteriosas. En su cielo no habría (no debería haber) pájaros, ni uno, como no habría sol que brillase o balcones desde los que sentirse atrapada y sin sentido. Irían sus dueños callados y cubiertos, sin rostro ni sexo ni voces que engañen. ¿Para qué las querrían si sólo tomarían nota, si unos ojos solo iban a servir para llorar? Ellos, bueno, asistirían a cada golpe y a cada miedo y tomarían nota en algún libro de papiro. Es necesario, ella lo sabe, que haya testigos del dolor. No un testigo como su hijo, que no entiende, que les mira, que hace de nuevo de víctima y de verdugo, como él, como ella, ¿verdad? Porque nadie está libre de culpa aunque el cielo azul a veces pueda hacernos creer lo contrario.

Pero no es eso, se musita antes de dar otra calada, no es exactamente, no es tan fácil con el dolor oprimiéndote la sien. Suspira y limpia como puede su cabeza. De nuevo, es cuestión de obligarse a saber que en ese palacio se sabría de cada dolor y de cada grieta, que habría unos testigos perfectos: capaces de sufrir por gente de quien no saben nada, sufriendo continuamente. Habría pasillos y salas y anaqueles por todas partes. Y en ellos, bueno, en ellos cada cual, cada persona, como una muñequita, como esas tan antiguas que tuvo de niña y rompió en un momento dado (quizás por error, quizás por despecho). ¿No sería lógico? Muñecas de cada persona, con tantos golpes y tantas grietas como esa hubiese sufrido, ¿no sería lo adecuado? ¿Cuántas grietas tendría ella, entonces? ¿Más que él? Seguramente, aunque también él las tuviese. A él, está segura o prefiere estarlo, también le duele cuando la furia se le escapa por la mano y se encuentra algo ebrio ante una persona a quien querría querer y ha herido sin quererlo. Porque es sin quererlo, ¿cómo creer otra cosa en un día así, por mucho miedo que tenga respirándole en la nuca? ¿Cómo pensar de él otra cosa cuando no esta pidiendo ni mandando ni agrietándole la serenidad?

Mientras lo piensa es consciente de un modo algo perverso de que podría ser una mujer cualquiera que fuma en la ventana. Pero no lo es, claro, no es como todos. Para empezar, puede hacerse saber que en su palacio habría anaqueles con muñecas más o menos heridas. Se guardarían como tesoros, y a más dolor, más valor, como antigüedades o secretos. De cuando en cuando, como milagros para las heridas, habría algo maravilloso que se esfuerza en saber. Vendrían en corcel caballeros de brillante armadura, de corazón puro y brazos fuertes. Vendrían y abrirían las puertas para tomar, sin más, de los anaqueles, alguna muñeca herida. ¿No sería lo correcto, tomar a las más valiosas y que más lo necesitan? Les sacarían de allí, al galope sobre la arena, hasta una tierra donde brillaría el sol, cantarían los gorriones y crecerían los árboles sin una pizca de sarcasmo en su belleza.

Llega ahora él y le descubre fumando. Hay algo trágico en cómo ambos hieren al otro a base de palabras que se vuelven gritos, aullidos como de lobos. Hay algo trágico en cómo él logra herir más hiriendo la carne, en cómo otra vez mira su mano desde fuera sin entender que haya vuelto a hacerlo, en cómo se disculpa torpemente. Termina en cuestión de minutos, el se va, ellos se evitan. Es trágico también como ella vuelve al balcón y se obliga a saber que habría un palacio y un anaquel y un milagro o caballero para ella, para ella. Porque sabe mientras cae la ceniza que si no hubiese ni palacio ni anaquel ni caballero futuro que le prefiriese por rota sería tan, tan terrible…