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Los fantasmas de mi casa

He aquí, queridos lectores, el inicio de un relato de fantasmas. Y es que, con esto de la postmodernidad, la metaliteratura y el realismo mágico, la novela gótica no es lo que era:


Lo cierto es que el hogar de las Blanca y Hurtado dejaba bastante que desear, ya desde antes del asunto de sus fantasmas. Se trataba de un enorme caserón, viejo como el pecado, donde habían nacido, vivido y muerto varias generaciones de siervos, amos y mulas. En sus buenos tiempos, había tenido un jardín listo para meriendas episcopales, un estanque con nenúfares egipcios, copas de bohemia, sábanas de holanda y un mobiliario traído directamente de aquellos saqueos de la Revolución Francesa. En aquellos tiempos, según contaba la abuela con recuerdos de niñez imaginada, siempre había gente y movimiento, y dignatarios llamando a la puerta y damas de sociedad pintando en el porche, o abanicándose el calor o escuchando teología del último seminarista bien avenido que les cogiese las manos en los sermones. Y esos, decía la abuela mientras la hija leía novelas francesas camufladas en devocionarios, eran los buenos tiempos. Entonces toda la comida era importada, y hasta los perros eran incapaces de tragar nada que no hubiese viajado, como mínimo, un par de leguas marinas. De naranjas de la China a faisanes de Turquía, buenos eran ellos. Y tanto era así, contaba mientras la sirvienta zurcía calcetines, algo apartadita, por aquello del respeto, pero pegada aún así porque no iba a morirse de frío y ya no andaban con dinero como para tener un fuego aparte para señores y siervos, tanto era así, que cuando hubo aquel terremoto de hacía ya tanto y no hubo barcos por un tiempo, tuvieron que quedarse en ayunas por no poder tragar las patatas o el pollo local. Pero esos, concluía la abuela, quedándose dormida mientras la madre leía devocionarios de verdad, habían sido otros tiempos. Ahora eran otras, y había cambiado tanto. La comida era barata y del mercado, y en la casa sólo vivían la abuela, la madre y la hija. La sirvienta no era oficialmente contada, por mucho que estuviese allí, y el marido había muerto de Dios sabe que enfermedad de la entrepierna que le obligó a ausentarse de casa para siempre. Todas hacían juntas las tareas del hogar e iban empeñando muebles dorados de cuando los jacobinos para sacarse unos cuartos. Y estaba también la sirvienta, claro, que prácticamente había criado a la hija en la cocina enseñándole a cortar hierbas, coser maleficios y zurcir calcetines para que, pocas horas después, su madre le enseñase a leer el catecismo e intentase borrarle el ceceo sevillano. Que la heredera del nombre familiar compartiese defectos del habla con la sirvienta era, a los ojos de la muy severa madre, la muestra total y absoluta de que habían tocado fondo. Cabe señalar que la sirvienta sólo tenía el defecto de cecear por obra y gracia de las obras completas del Siglo de Oro que llevaba releyendo desde que el mundo es mundo; pero la clase es la clase, y por mucho que casi declamase sonetos al natural, nada le quitaba su aire de sierva y sus supersticiones.

Su historia no era la única, claro. En realidad, la decadencia y los fantasmas eran puntos en común con todas las demás grandes familias. La primera venía de condiciones socioeconómicas explicadas por señores muy inteligentes y leídos en distintas universidades. Sólo hace falta que los susodichos señores se pongan de acuerdo (porque aún no se sabe si se debía a la explotación del proletariado, la endogamia, la pereza natural de su casta o el sexo de los ángeles) y hasta el más curioso y crítico lector quedará satisfecho. La segunda, aunque no muy señalada en documentos oficiales, es de lo más lógica. Tanta gente había muerto a lo largo de ilustres siglos de historia que no podían evitarse. Y así, hasta en los tiempos antiguos que imaginaba recordar la abuela, de cuando en cuando a uno le despertaba un ulular de alma en pena o unos pasos invisibles subiendo la rechinante escalera. Las sirvientas, que desde que el tiempo es tiempo tuvieron en esta casa algo de artes gitanas, derramaban agua en el porche, agitaban campanas, cruzaban los dedos colgando romero o, a la desesperada, dejaban cuencos con vino para emborrachar a los fantasmas y que no subieran. El problema es que fantasmas de tan augusta casa no se conformaban con vinos de menos de diez años, y entre los vivos y los muertos las cuentas se desbordaban. Pero, como ya se dijo, nada de esto era extraño. De hecho, en días como la mañana después de San Juan, era normal que las señoras tratasen a la salida de la iglesia los desmanes de los fantasmas e intentasen averiguar qué familiar o sirviente podía haber llevado una vida tan cuestionable como para andar buscando el licor de los cuencos en vez de irse a la Gloria como Dios manda.