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Cuando no hay alegría; de Ortega y Gasset

CUANDO NO HAY ALEGRÍA

Cuando no hay alegría, el alma se retira a un rincón de nuestro cuerpo y hace de él su cubil. De cuando en cuando da un aullido lastimero o enseña los dientes a las cosas que pasan. Y todas las cosas nos parece que hacen camino rendidas bajo el fardo de su destino y que ninguna tiene vigor bastante para danzar con él sobre los hombros. La vida nos ofrece un panorama de universal esclavitud. Ni el árbol trémulo, ni la sierra que incorpora vacilante su pesadumbre, ni el viejo monumento que perpetúa en vano su exigencia de ser admirado, ni el hombre que, ande por donde ande, lleva siempre el semblante de estar subiendo una cuesta —nada, nadie manifiesta mayor vitalidad que la estrictamente necesaria para alimentar su dolor y sostener en pie su desesperación.

Y, además, cuando no hay alegría, creemos hacer un atroz descubrimiento. Muy especialmente si la falta de alegría proviene de un dolor físico percibimos con extraña evidencia la línea negra que limita cada ser y lo encierra dentro de sí, sin ventanas hacia fuera, como Leibniz decía, pero sin el infinito que este hombre contento metía dentro de cada uno. Este es el descubrimiento que hacemos por medio del dolor como por medio de un microscopio: la soledad de cada cosa.

Y como la gracia y la alegría y el lujo de las cosas consisten en los reflejos innumerables que las unas lanzan sobre las otras y de ellas reciben —la sardana que bailan cogidas todas de la mano—, la sospecha de su soledad radical parece rebajar el pulso del mundo. Se apagan las reverberaciones que refulgían en sus flancos; nada suena ni resuena; las gargantas son mudas, los oídos sordos y el aire intermedio, como paralítico, es incapaz de vibrar. Lo demás es fantasmagoría, fiesta irreal de luz prendida un instante sobre las largas nubes vespertinas —pensamos. Y ya es casi un goce de nuestra falta de alegría perseguir con la mirada la espalda curva, rendida, de cada cosa que sigue su trayectoria solitaria. Y presentimos que hay dondequiera oculto un nervio que alguien se entretiene en punzar rítmicamente. En la estrella, en la ola marina, en el corazón del hombre, da su latido a compás el dolor inagotable.

Por José Ortega y Gasset